Ponencias del foro Ser Periodista en la Escuela de Comunicación de la UPR
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Ponencias de Ana Teresa Toro, Mario Alegre y Nilsa Pietri en el foro Ser Periodista, celebrado el 11 de marzo de 2015 en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico.

Curiosidad, persistencia y diligencia

Por Ana Teresa Toro

Foro Ser periodista

Fundación Carlos M. Castañeda

Escuela de Comunicación, UPR

11 de marzo de 2015

A lo mejor todo comienza en esa inocente forma del por qué, que repetimos incansablemente cuando somos niños y descubrimos el mundo por primera vez. ¿Por qué sale el sol? ¿Por qué llueve? ¿Por qué hay que comer? ¿Por qué pican las hormigas? ¿Por qué ladran los perros y los gatos maullan? ¿Qué es una flor y por qué es tan suave? ¿Por qué los pájaros vuelan y yo no? ¿Por qué la luna se va poniendo flaca?

            La inocencia que encierran esas preguntas, ese arrojo infantil que no tiene miedo a preguntarlo todo, porque todo es cuestionable, es una de las virtudes humanas que hay que defender contra todo si se quiere ser periodista. Entender, como tantas veces dijo la profesora Milagros Acevedo, que no hay preguntas tontas, sino tontos que no preguntan.

            Eso lo entendía muy bien Carlos Castañeda, quien a la hora de enumerar las cualidades necesarias para ejercer el periodismo solía comenzar hablando acerca de la importancia de la curiosidad. Es el periodista un trabajador de las preguntas, un cuestionador del espacio, un curioso sin remedio que muy pronto en la vida entendió que para que el mundo exista y podamos habitarlo hay que narrarlo y para narrarlo hay que entenderlo y así hasta llegar a todas las preguntas imaginables.

Pero también pronto en la vida nos enseñan que ser curiosos no siempre es bien visto, hay algo de domesticación en el proceso de cuestionarnos nuestro entorno y terminamos escogiendo apenas algunas preguntas de todas las que nos inquietan. El preguntón importuna, e importunar -bien sabemos- suena más a defecto que a virtud.

            Pero qué importante es importunarse, incomodarse, llegar al punto en el que no es posible habitar más la zona cómoda. Ahí está el movimiento. En eso creyó Castañeda, y otros periodistas de su generación, y en eso tenemos que creer nosotros si aspiramos a continuar construyendo un mundo, desde nuevas narrativas.

            Digamos que, así como Benedetti defendió la alegría, nos corresponde a los periodistas defender la curiosidad, esas ganas, ese hambre insaciable de saber, de entender, de tocar, de mirar de oler, de vivir. Porque sí, hay que ser insaciable en este oficio, como un amante que nunca nunca quiere abandonar el cuarto de hotel y cuando lo hace, sólo lo logra tras la promesa del próximo encuentro. Hay que querer más porque se tiene muy claro desde el principio que siempre hay más, algo más de lo que alcanzamos a fijar con la mirada, de lo que alcanzamos a obtener en la respuesta a una pregunta.

            Pero no basta con ser curiosos, y estar ahí como la gota en el cántaro, hay que ser persistente y diligente; que no es otra cosa que alimentar esa curiosidad, ese primer impulso hacia una historia, con el trabajo de campo, de leer, de salir a la calle, de la dosis justa de reportería, investigación, análisis y pensamiento. Saber que no basta ese primer impulso si no se sostiene de una base sólida de información pero sobre todo de reflexión sobre esa información. No somos reproductores de datos, no somos grabadoras o compilaciones de información andantes, somos cronistas de nuestro tiempo, pensadores del presente, inquietos personajes que ven conexiones donde otros no. Lo nuestro no es contar meramente lo que sucede, es aportar el complejo ejercicio de interpretarlo y entenderlo.

            Sobre todo en estos tiempos en que nos ha tocado vivir y ejercer el periodismo, tiempos en los que quizás falta todo menos información, pero no somos capaces de establecer esos vínculos entre un dato y el otro, entre una tendencia y un periodo histórico, entre la economía y la filosofía, entre el ruido de los saberes que necesitan narrativas para contarse. Incluso -o quizás justo ahí- es que el periodista contemporáneo tiene un reto mayor, le toca escuchar la historia entre el ruido de muchas ondas sonoras, le toca ver el micro entre el desorden del macro, le toca curiosear entre lo evidente para encontrar lo importante.

            He venido aquí a hablarles sobre todo de mi experiencia, de lo que es y ha sido para mí ser periodista, más allá del romance con el oficio sino desde la relación de convivencia que llevamos desde el 2004 cuando comencé a aprender haciendo desde esta misma escuela.

            Comencé dando el informe del tiempo a las seis de la mañana en Radio Universidad y en poco tiempo estaba haciendo reportajes radiales para Hoy en las noticias. Gracias a la confianza, la curiosidad y una buena dosis de atrevimiento de uno de mis profesores y mentores Mario Roche Morales, pude participar de la creación de un programa radial de entrevistas culturales diario, Piedra, papel y tijera; mientras simultáneamente un programa de inmersión en los medios de esta escuela me abrió las puertas a El Nuevo Día, donde conocí al segundo Mario de mi vida, mi mentor de la prensa escrita y con quien comparto mesa hoy: Mario Alegre Barrios. Esa combinación entre el profesorado y al experiencia viva y activa de reporterear fue fundamental en mi entendimiento acerca de qué se trataba este oficio.

            La Fundación Carlos Castañeda jugó además un papel importantísimo, dotándome con una beca para estudiar mi maestría en Literatura y Cultura Hispanoamericana en el campus de Madrid de la Universidad de Nueva York. Entendiendo que la formación de un periodista se completa de la experiencia de la calle y de la apertura a nuevas disciplinas.

            A mi regreso pasé por el periódico Diálogo, donde gracias a un estudio profundo de Cervantes entendí la crisis económica que me tocó reportear; colaboré con WKAQ Radio, cubrí todo tipo de temas en El Vocero y regresé a las páginas culturales de El Nuevo Día con una mirada más amplia al periodismo cultural, atravesada por el periodismo de política, de salud, ambiental y hasta deportivo.

            Mientras, siempre procuré -por curiosidad y vocación- continuar mi formación a través de los talleres de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo. Tomé, gracias a ellos, clases bajo la tutela de Martín Caparrós y Jon Lee Anderson, además de poder escribir para Mario Jursich de El Malpensante y ser editada por Julio Villanueva Chang de Etiqueta Negra. Actualmente, continúo colaborando con El Nuevo Día, colaboro con el canal 6 y estoy inmersa en mi primer proyecto de periodismo de largo aliento: el libro de la historia de la Fundación Ángel Ramos, su pasado como gran empresa de medios y su modelo de filantropía.

            Sería fácil pensar que he tenido suerte, y es cierto, he tenido los mejores mentores, buenas oportunidades e historias de frente para contar. Sin embargo, les miento si les digo que esto es miel sobre hojuelas. Y que todo ha caído sin cantazos en el proceso. Los periodistas no ganan, no ganamos, sueldos onerosos y a veces ni siquiera sueldos que nos permitan estar tranquilos. Vivimos en debate constante con los medios en los que trabajamos y en una carrera eterna entre la dimensión de las historias y nuestra capacidad para abarcarla. No siempre ganamos en esas dos coyunturas. Y eso no va a cambiar, todo lo contrario, se va a agudizar. Si me preguntan a mí, les confieso que no me importa porque me importa. Me importa seguir trabajando, me importa porque he visto cómo este oficio cambia vidas, cómo logra denunciar y atender injusticias, cómo nos permite tomar decisiones más informadas, cómo nos manipula cuando caemos en la trampa de creer que somos más poderosos de lo que somos en realidad, cuando olvidamos que el único jefe de un periodista es el lector, porque he visto cómo contarnos nos alivia de tantas cosas.

            Ahora bien, si ustedes están aquí hoy, escuchando esto, estudiando esto, queriendo salir a la calle a coger agua, sol y sereno; a escuchar por horas hasta la madrugada un debate legislativo o esperar comiendo pizza la decisión de un tribunal, es porque han entendido, como entendí muy pronto y como siempre lo supo Castañeda, que en efecto como dijo el Gabo este es el mejor oficio del mundo. Primero porque es el suyo y segundo porque es el que nos da un lugar en el mundo. Nos narramos para vivirnos mejor y contra todo pronóstico de la industria, eso nunca, nunca será poca cosa.


Foro sobre periodismo: Misión y pasión

Mario Alegre Barrios

Buenas tardes, gracias a la Fundación Carlos M. Castañeda, a Lillian Castañeda, su presidenta y también, claro, a la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico por recibirnos para este foro que percibo como una oportunidad estupenda para conversar un poco sobre lo que para muchos es -a pesar de todo- el oficio más bello del mundo, reserva que explicaré en breve.

Tan recientemente como este domingo, leí un articulo en el New York Times que me hizo repensar lo que había considerado conversar hoy con ustedes, no para dejar de tratar los temas que me corresponden –la misión y la pasión en el periodismo-, sino para llegar a ellos deteniéndonos primero en la rotunda inmediatez que nos plantea la realidad del momento que nos toca vivir, avasallados por una modernidad tecnológica que, lejos de eclipsar esos atributos que exige ser un periodista cabal, les da -siento- una dimensión aun más vital y urgente, más de vida o muerte que nunca antes y que nos plantea –les plantea especialmente a ustedes- solo dos alternativas: ser los últimos invitados a los funerales de nuestro quehacer, o bien,  demostrarnos a todos que el periodismo sigue siendo el mejor oficio de mundo y que vale la pena dedicarle lo mejor de nuestra vida.

El título de la nota a la que me refiero lanza una pregunta perturbadora: “¿Cómo sabrías si esto que lees fue escrito o no por un algoritmo?” y la respuesta que da el artículo elabora, a grandes rasgos, un mapa bastante elocuente de esa realidad que hasta hace solo unos pocos años hubiese parecido sacada de una obra de ciencia-ficción y que hoy es tan cierta como que este país se nos desmorona entre los dedos.

Actualmente -explica ese artículo- una cantidad sobrecogedora de lo que se lee en los medios de comunicación es creado por algoritmos, es decir, por computadoras alimentadas por complicadísimos programas que sustituyen la tradicional imagen del periodista tecleando con frenesí sobre su laptop.

La ecuación que explica este fenómeno es simple: por un lado, el voraz apetito de contenido de la sociedad contemporánea gracias a la masificación abrumadora de los dispositivos digitales; por otro, una tecnología que se transforma casi a la velocidad de la luz. El resultado es lo que se conoce como una industria narrativa de generación automatizada.

La nota da ejemplos de textos con el reto al lector de que identifique cuál de ellos fue escrito por un humano y cuál por un algoritmo. Y lo cierto es que no hay diferencias, ni de precisión y tampoco de sintaxis, ni siquiera en la posible textura coloquial entre unas y otras.

Estos escritores robóticos, agrega la nota, no solo producen contenido de datos, sino también historias con una voz humana –lo mismo neutral que llena de espíritu- para audiencias específicas. Este periodismo inhumano tiene uno de sus nichos en la firma Automated Insights que, según el New York Times, el año pasado creo mil millones de artículos, la mayoría sin la menor intervención bípeda. Este artículo cita también a un profesor cuyo algoritmo patentado ha escrito más de un millón de libros, de los cuales unos cien mil están a la venta en Amazon. Narrative Science, otra de estas empresas cuyo quehacer aturde, reclama en su sitio de internet que “es capaz de crear una narrativa imposible de distinguir de la escrita por humanos”.

La nota termina con un tono mordaz, casi cínico: “Pero de nuevo, ¿a quien le importa? ¿quién tiene tiempo de pensar en esto cuando hay tanta información para consumir todos los días?”.

La respuesta debe estar aquí, entre nosotros. Al menos eso creo, y por eso es que estoy hoy con ustedes, porque creo que a nosotros nos debe importar, que nosotros debemos tener tiempo para pensar en los retos que nos plantea esta realidad de vértigo en la que no solo todos con un teléfono celular consumen contenidos hasta la saciedad 24/7 y reclaman ser periodistas, sino en la que también los robots apalabran nuestras vidas.

Durante muchos años de mi vida -poco más de 30- fui otra persona. Decía Fernando Pessoa que todos tenemos dos vidas: la verdadera, la que soñamos desde la infancia, todos los días, y la falsa, que es la que realmente vivimos -también a diario- más para los demás que para nosotros.

En ese sentido yo no soy una excepción y hasta hace 27 años fui una persona distinta a la que está ahora con ustedes. La palabra escrita me salvó. El periodismo me salvó. La devoción que siempre sentí por la palabra escrita probó tener una utilidad tangible para mí. Además de ser una fuente inagotable de placer estético, se convirtió en mi forma de vida. Por elección. Por vocación genuina.

Lo que empecé a adivinar hace casi tres décadas lo he confirmado cotidianamente desde entonces: hago lo que hago porque es la manera más idónea para mí de expresar la reverencia que me inspira la palabra escrita. De ahí -de ella- parte todo cuanto soy, mi manera de concebir la vida y el universo, de articularlos, de darles coherencia, de nombrar mis afectos y mis temores, mis dudas y mis certezas

Cuando comencé mi vida como periodista profesional las computadoras aún no llegaban a las salas de redacción y el internet apenas empezaba a vislumbrarse en el horizonte, pero nunca con las colosales dimensiones globalizantes que hoy posee

Y fue precisamente en esos inicios de mi carrera cuando tuve la fortuna inmensa de que mi camino se cruzara con el de don Carlos Castañeda, en ese entonces director de El Nuevo Día, quien de alguna manera fue la piedra de toque para ayudarme a descubrir en mí las primeras señales de ese sentido de misión y de pasión vitales para el oficio periodístico, rasgos que -casi estoy seguro- no se enseñan, sino que se tienen o no, que si ustedes los tienen, aunque sea en embrión, sabrán de lo que lo que les hablo, pero que si no están en ustedes, esto les sonará un tanto hueco.

Misión y pasión no solo riman, sino que también van de la mano. Son rasgos que si ustedes los tienen y son parte cotidiana de su profesión, harán de ella -sin duda- el mejor oficio del mundo.

Y esto no es solo en el periodismo. Aplica por igual sea cual fuese el quehacer que hayamos elegido, lo mismo para el médico que para el artista gráfico, lo mismo para el bailarín que para el plomero, lo mismo par el científico que para el contable.

Si sienten que lo que hacen tiene un propósito que los trasciende y que, más que un trabajo, es parte sustancial de su vida, les aseguro que habrá para ustedes considerablemente más días de sol que de bruma; por el contrario, si cada mañana se levantan para hacer algo que no viven -algo por lo que no se mueren- sus días serán un via crucis: comenzarán los lunes maldiciendo el trabajo e implorando al cielo que llegue el viernes por la tarde.

Cada vez que escucho o leo a alguien añorar con desespero que suceda esto, no puedo menos que pensar que esa persona no ama lo que hace durante el resto de la semana. Así de simple, así de trágico.

Y es precisamente en estos rasgos que hoy nos convocan –la curiosidad, la persistencia, la responsabilidad, la pasión, el sentido de misión- donde encuentro los argumentos necesarios para enfrentar a esa nueva cepa de generadores de contenidos sin alma ni corazón, capaces, sí, de crear un torrente casi infinito de textos, pero incapaces -estoy seguro, por ahora- de conmoverse, de sentir, de  ilusionarse, de sorprenderse, de imaginar una manera distinta de contar el mundo, en fin, como dijo alguna vez el poeta mexicano Octavio Paz, de tender una mano mediante la escritura, abrirla y buscar en el viento un amigo capaz de estrecharla. Esto es en gran medida el periodismo, un intento de crear una comunidad. Es también mi credo. Disculpen si parece poco esto que para mí significa tanto. Muchas gracias.

 

Carlos M. Castañeda: un enamorado de su oficio

Nilsa Pietri Castellón

Presentado ante estudiantes de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, el 11 de marzo de 2015.

Un periodista puede redactar bien, regular o mal; sentir más o menos curiosidad, y hasta tener un mayor o menor grado de entrega, pero lo que no admite grados en este oficio es la ética, la responsabilidad, la integridad.

Carlos M. Castañeda decía que un periodista honesto tiene que despojarse de prejuicios personales e ideológicos, de las ideas preconcebidas, y escuchar a todos, esforzarse por comprender lo que hacen y dicen los demás.

El gran estudioso de los medios de comunicación Noam Chomsky lo expresó más o menos de este otro modo: "Si no creemos en la libertad de expresión para quienes despreciamos, sencillamente no creemos en ella".

La ética, dijo Gabriel García Márquez en un discurso ante la Sociedad Interamericana de Prensa en 1996, debe acompañar siempre al periodismo "como el zumbido al moscardón". ¿Han escuchado la pieza musical "El vuelo del moscardón", de Rimsky-Korsakov? Es un buen ejercicio si lo aplicamos a la ética de los periodistas.

Tres voces distintas, con sus particularidades, pero un mensaje común que no debemos olvidar nunca: el periodismo va de la mano con la ética, como un matrimonio indisoluble.

Pero la ética, la integridad, la responsabilidad profesional, pueden ser conceptos filosóficos difíciles de encajar en blanco y negro. Por eso, me gustaría que los analizáramos en su relación directa con el manejo de las noticias.

Decía Castañeda en su conferencia "Ser periodista", que dictó en 1997 en San Juan, que hay que ser conscientes "del daño que puede ocasionarse con el uso ligero de una cita inexacta o fuera de contexto, o la tergiversación de una confidencia contenida en un informe privado".

Y agregaba: "Hay que sentir respeto por quienes confian en el periodista y respeto por el lector que lee la pieza periodística". Somos algo así como el eslabón de la cadena que une a la fuente de la noticia con el público.

El colega Manny Suárez solía decir, medio en broma y medio en serio, que para algunos periodistas, y también para algunos medios, todas las noticias fueron creadas iguales. Como aquello de que "todos los hombres fueron creados iguales" que aparece en la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

Se refería a que había colegas y medios que escribían o publicaban con igual ausencia de énfasis una nota anunciando una actividad que otra informando la muerte de un personaje importante.

En su discurso de 1996 ante la SIP, García Márquez resolvió este mismo dilema de la siguiente manera: 'El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal".

Y es que una computadora, una cámara, un micrófono y hasta un simple lápiz puede ser un arma mortal si no se utilizan correctamente.

Debemos ser conscientes de que las nuevas tecnologías no nos eximen de cumplir las normas éticas.

Castañeda, que fue un adelantado a su época, como lo demostró al crear en 1970 El Nuevo Día con un diseño dinámico basado en el destaque de lo gráfico y de lo conciso, hablaba en 1997 de los nuevos retos que enfrentaba ya el periodista:

"No solamente hay que saber buscar la noticia y escribirla, el periodista del nuevo milenio tiene que ser un 'periodista total', quien a sus tareas tradicionales debe saber también cómo digitalizar la información, emplanarla electrónicamente, a veces transmitirla o comprimirla en un disco, o enviarla a una procesadora de negativos y, muy pronto, llevarla directamente a la plancha de impresión".

Con esta concepción de avanzada, ese mismo año de 1997 diseñó Primera Hora, un diario que cubría las noticias del día, deportes y espectáculos incluidos, las aderezaba con un toque "light", creativo y humano, y las vestía de largo con una vocación por la investigación que lo llevó a ganar muchos reconocimientos en el gremio periodístico.

Aunque lo conocía desde mucho antes, fue formando parte de esa segunda guerrilla que él encabezó  --la primera fue la de los inicios de El Nuevo Día-- que trabajé muy de cerca con Castañeda. 

García Márquez comparaba las nuevas salas de redacción con "laboratorios asépticos para navegantes solitarios" que se comunicaban mejor "con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores" y decía que "los periodistas se han extraviado en el laberinto de una  tecnología disparada sin control hacia el futuro".

Castañeda, en cambio, afirmaba que "mientras más sean las 'carreteras informativas' o las redes de la cibernética, más necesario será el criterio periodístico para guiar a los usuarios a 'lo importante', y a ayudar a digerir un cuantioso cúmulo de datos. Alguien tendrá que conceptualizarlos, darles interpretación y significado inteligente".

Se refería al periodista del siglo 21, al innovador, al mismo que en 1970 él concibió para El Nuevo Día, y en 1997 para Primera Hora, pasando por  los muchos "hijos de papel" que creó durante sus más de 50 años en el periodismo, como el que todavía consentía cuando lo sorprendió la muerte: El Nuevo Herald de Miami.

A pesar de tener visiones tan diferentes sobre el futuro, Castañeda coincidía plenamente con García Márquez en su amor al oficio de periodista y a los postulados éticos que le eran inherentes.

"Para mi, que lo he hecho vida y pasión por casi 50 años", dijo en aquella conferencia en 1997, "pudiera decir que si creyera en la reencarnación, si volviera a nacer mañana, volvería a ser periodista".

En septiembre de 2008, en Monterrey, México, con motivo de la entrega de premios de su Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, a la que tuve el privilegio de asistir, García Márquez dijo lo mismo en otras palabras: "Aunque se sufra como un perro, no hay mejor oficio que el periodismo".

Lo que le faltó decir fue: "Si usted no lo cree, cuando llegue al cielo, pregunte por Carlos Castañeda".

Gracias.